Hace ya bastantes años, escribí un pequeño relato, mezcla de información real y de ficción. No hay que esconder que buena parte es un básico corta-pega de la Wikipedia, pero es que no hay mejor manera de introducir la atrocidad, que hablar de la realidad. Aquí os lo dejo:
8:16:43
‘El 6 y 9 de agosto de 1945 fueron lanzadas sobre Hiroshima y Nagasaki las primeras y únicas bombas atómicas con uso militar no experimental. En pocos segundos, ambas ciudades quedaron devastadas. Se calcula que en estos primeros instantes, en Hiroshima, la bomba mató a más de 120.000 personas de una población de 450.000 habitantes, causando otros 70.000 heridos y destruyendo la ciudad en su casi totalidad. En Nagasaki, el número de víctimas causadas directamente por la explosión se estima en 50.000 mortales y 30.000 heridos de una población de 195.000 habitantes. A estas víctimas hay que sumar las causadas por los efectos de la radiación nuclear. De una población de 645.000 habitantes, el número de víctimas pudo sobrepasar las 400.000 o 500.000, de ellas, 200.000 o 250.000 mortales (los datos difieren según diversas fuentes).’ [...]
‘El 6 de agosto, amaneció minutos después de las 5 de la mañana. Estados Unidos podría haber tirado la bomba a las 6.00 h, lo que les daría una perfecta visibilidad, pero esperaron a que el centro de la ciudad se llenara de entre 100.000 y 150.000 civiles adultos (que desde las 7.00 o 7.30 h empezaban sus trabajos). Además a las 7.30 h poco más de 100.000 niños y niñas entraron en las numerosas escuelas (también en el centro de la ciudad). A las 8.15.17 h, el B-29 Enola Gay dejó caer la bomba atómica Little Boy (‘niño pequeño’). La bomba cayó haciendo un ruido sibilante que no se percibió desde tierra. Para aumentar su alcance letal, la bomba estaba programada para iniciar la reacción nuclear a unos 640 m de altura. A las 8.16.43, la bomba estalló a la altura convenida, con una explosión de la magnitud de 20.000 toneladas de TNT. A las 16 milésimas de segundo de la detonación, se desplegó una bola de fuego primero violácea y luego de color blanco intenso y brillante como un flash fotográfico, con una temperatura de 50 millones de grados. Quienes vieron esta luz y vivieron para contarlo quedaron ciegos permanentes (y murieron meses después debido a la radiación). A las 25 milésimas de segundo la bola alcanzó un diámetro de 300 m, que vaporizó instantáneamente a todas las personas dentro de la clínica Shima y a miles quienes circulaban directamente bajo del estallido. La presión ejercida por la onda expansiva inicial fue de varias toneladas por centímetro cuadrado. En algunos instantes se creó una columna invisible cuya compresión resultó enorme... el calor y la presión instantánea vaporizó a más de 80.000 personas.
Al día siguiente, en las principales ciudades estadounidenses festejaron por todo lo alto el lanzamiento de la bomba atómica sobre Hiroshima. Los medios de comunicación exclamaban: Damos gracias a Dios por haberle dado a América la bomba atómica, porque ¿quién sabe como la hubiera usado otra nación?’ [...]
Alfred apenas tiene fuerzas para cerrar la página de Wikipedia. Bebe un sorbo de café y guarda silencio. Un pequeño e intimo homenaje para los cientos de miles de inocentes que murieron hace 60 años en un país que él jamás ha conocido. Inocentes que no tuvieron tiempo de rezar, ni de temer, ni de defenderse; solo pudieron morir en silencio. No hubo piedad, ni gritos, ni llantos. Simplemente fueron masacrados. Supongo que algo parecido a lo que les sucedió a aquellas pobres victimas que murieron en Manhattan un once de septiembre. Curiosamente, el proyecto donde se preparó exhaustivamente la brutal matanza de Japón tenía ese nombre: Proyecto Manhattan. La gran manzana, la llaman. Alfred estuvo allí una vez. Las noticias hablaban de una ciudad rota por el dolor, indignada por el irracional ataque que sufrió en su momento. Sin embargo, nadie en New York parecía ya acordarse de las heridas que dos aviones causaron en el corazón mismo de su isla más importante. Casualmente, dos aviones, hace ahora 60 años, asesinaron a un cuarto de millón de personas en la isla más rica del pacífico. Crimen preparado y firmado impunemente por un país: Estados Unidos. Si, ese mismo que reza a Dios por las victimas del terrorismo y le da gracias por aniquilar a inocentes de piel amarilla. Pero, ¿Es culpable el pueblo americano de la locura colectiva de su ejercito? ¿Es justo que paguen inocentes por la muerte de inocentes? ¿Qué tiene que ver Dios en todo esto? Alfred sabe que nadie va a contestar a sus preguntas retóricas. Quizás habría que ponerse en el lugar de los implicados. Imagina la cara de Paul Tibbets antes de subirse al avión que se encargaría de destrozar a un incalculable número de seres humanos; seres humanos como él. Personas con hijos como los suyos; niños como Paul lo fue un día. Se imaginan: un tierno colegial jugando en el parque o haciendo castillos en la arena de la playa; sin hacer daño a nadie, sin creer en la violencia, sin odio en su mirada... sin el odio que sintió al activar el mecanismo destructivo más grande creado por el hombre. Pienso como sería el hospital donde nació Tibbets; el momento en que su madre lo cogió entre los brazos y le mostró la más angelical de las sonrisas. Seguro que no adivinó que llegaría el día donde ese retoño suyo se convertirá en el mayor asesino de la historia, ni que el arma de destrucción masiva más mortal jamás utilizada, llevará su nombre: Enola Gay. ¿Estará esta madre orgullosa de su hijo? ¿qué puede llegar a pasar por las cabezas de los exaltados que salieron a la calle a celebrar la matanza de miles de semejantes? ¿se sentiría Tibbets como un héroe? ¿cómo puede estar expuesto el Enola Gay en un museo que honra los logros aeroespaciales? Más preguntas... Más silencio... Silencio como el que guarda Dios cuando se le da gracias por la muerte o como el que guarda Alfred cuando lee la historia de una masacre o como el que se oyó en las bocas de los ciudadanos de Hiroshima cuando Truman, el bastardo convertido en deidad, decidió que les había llegado su hora... 8:16:43
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